martes, 10 de septiembre de 2019

Relato el hilo rojo

Nuestra historia empieza en 1923, con Helena nacimos el mismo día, a la misma hora, en el mismo hospital en un pequeño pueblo alemán llamado Mittenwald.
Nuestras madres se hicieron amigas y desde ese día pasábamos todo el tiempo juntos. Tenemos miles de anécdotas, dos niños judíos que pasaban día y noche en la casa de uno o de otro, nos criamos a la par y aprendíamos las cosas juntos.
Al primer año de vida aprendimos a caminar en su living, ella quería ir a buscar su bebote y yo, como siempre, la seguí. A los 4 años aprendimos a leer con el libro “Tico Tico”, al año siguiente aprendimos a andar en bicicleta en la vereda de mi casa, contábamos hasta 3 y nos caíamos de ella, a los 6 empezamos el colegio, claramente íbamos a la misma clase. Ese mismo año comenzamos a festejar nuestros cumpleaños con fiestas de disfraces. Todos los años eran distintos. Ella siempre tenía los más originales; de abeja, princesa, bruja, sirena, muñeca, enfermera o como se vistiera estaba hermosa.
A los 10 años empecé a sentir cosas raras por ella, cosas que no sabía que eran, que significaba.
Llegó el Rosh Hashaná (año nuevo judío) y, como siempre, nuestras familias lo festejaban juntas. Llegaron las 12 y nuestros padres se saludaron, vi como los míos se dieron un beso y nunca sentí tantas ganas de besar a Helena, pero sabía que si yo lo hacía ella no sentiría lo mismo que yo, así que ignoré mi corazón y la saludé con un fuerte abrazo.
A partir de ese día sentía un vacío que solo se llenaba con su esencia, necesitaba verla para estar bien, mi estado de ánimo dependía de ella, pero saber que no sentía lo mismo, me hacía mal, y que algo tan lindo me haga mal era una pena.
A los años pude superar las cosas que me pasaban, porque dejé de hablar con ella. Conocí otras personas, nuevos grupos de amigos y nuevas chicas que podrían llegar a atraerme.
En 1933 Hitler es nombrado canciller de Alemania y el nazismo estaba en el poder. Empezaron a secuestrar a judíos, homosexuales, a los inmigrantes, entre otros.
Nadie sabía adonde los llevaban.
Con sólo 13 años ya conocía lo que era el amor. Estaba de novio con una chica un año mayor por quien sólo sentía deseo... a pesar de eso quería tener a alguien más que pudiera dedicarme más tiempo y que de verdad quisiera. Necesitaba a Helena, estaba enfermo por su amor.
Se iban a cumplir diez meses que no hablábamos cuando vino a mi casa llorando, desesperada.
La tuberculosis era tan contagiosa que estaba dispersa por toda Europa, llegó a Alemania y Helena, justo Helena, se contagió.
Apenas la vi fue como volver a mi infancia, a pesar de lo decaída y pálida que estaba la veía tan linda como siempre, con su cabello castaño, su piel morena, volví a enamorarme, era lo que quería y no podía dejar de hacerlo.
Pasé el mayor tiempo que pude con ella, pero finalmente en 1938 murió. No se sabe qué fue mejor, debido a que ese mismo año Hitler estaba más fuerte que nunca en el poder, el nazismo odiaba a los judíos y nosotros lo éramos.
Fueron años de esconderme, ayudamos también a otras personas escondiéndolas junto a nosotros, vivimos como pudimos sin que nadie supiera que éramos judíos y nos excluyeran de todo. Hasta que pusieron un distintivo. La estrella judía, había que usarla cada vez que salíamos de casa.
Empezaron a separarnos del resto de los alemanes, distintas escuelas, distintos trabajos, distintos barrios.
Invadían todos los países, Alemania era un infierno, esconderse era cada vez más difícil.
Para el año 1944 me habían expulsado del centro educativo y me mandan a hacer trabajos forzosos en el pueblo. Pero otra vez logré escapar y me fui a Yugoslavia, que era el único país que no había sido invadido. Pasé un tiempo allí y volví a Mittenwald con la idea de que los nazis ya no buscaban más personas para llevarse. Pero no.
Puse un pie en el pueblo y empezaron a seguirme hasta que, finalmente, el 22 de septiembre de 1944 me capturaron, me subieron a un tren y me enviaron a Auschwitz junto con otros judíos o católicos como yo.
Al bajarme del tren me encontré con un olor desagradable. Nos separaron de las mujeres y los niños, con tan solo 21 años ya veía mi muerte
Evité la cámara de gas de milagro y estuve a punto de perder la vida varias veces. Sobreviví gracias a mi instinto, pero también a los favores y consejos de otros presos que sabían de la ayuda que les brindamos a otros judíos.
Pasaban los días y el hambre era cada vez peor, los prisioneros se desmayaban, se morían. Una vez vi a varios con un bol de sopa que más bien parecía agua de un charco. Mientras caminaban, la sopa se les derramó sobre el suelo cubierto de nieve pisoteada. Y la gente se puso a chuparla de la nieve. Era horrible.
Hasta que la vi.
Una chica joven, de alrededor de 13 años, tenía una melena color heno y unas piernas esbeltas, además de unos ojos grises profundos.
Cuando la conocí se me hacía familiar, tenía algo en su ser que me recordaba a alguna persona. Me di cuenta que era a Helena. Tenía el mismo carácter, los mismos gestos y tenía una confianza conmigo sin igual, como si ya me conociera.
La observé, cada detalle, y no veía nada diferente entre ella y mi antiguo amor.
Al paso de los días me surgió la curiosidad de saber su nombre, cuando me lo dijo quedé helado, no podía creer en las coincidencias. Me comentó que era Helena, pero me lo dijo que una manera extraña, como pensando que yo ya estaba al tanto de cómo se llamaba.
A los días volví a verla, me dijo que recordó una anécdota nuestra cuando éramos niños, una que sabíamos sólo nosotros.
Nuevamente, quedé petrificado.
A su lado los días transcurrían mucho más rápido, siempre esperaba el momento para verla. Estaba enamorado.
Cuando me di cuenta ya estábamos en 1945, hacía 1 año que estaba en el holocausto y ni me di cuenta por el simple hecho de estar con ella. El 8 de mayo nos liberaron, sobreviví, la felicidad que teníamos era indescriptible. Pero estaba muy nervioso porque no encontraba a Helena, nunca tuve tanto miedo.
Entre medio del caos alguien me tocó la espalda, a darme vuelta allí estaba, con su hermoso cabello y su sonrisa perfecta. La invité a mi casa y le mostré fotos viejas. En una aparecía Helena, y sin decirle, la señaló y dijo que allí estaba ella, que no recordaba esa foto. Cada vez entendía menos, hasta que en mi memoria busqué algo que sólo ella tuviera, alguna marca de nacimiento. Recordé que tenía una mancha en la rótula de la rodilla izquierda. Le pedí si podía mostrarmela y allí estaba. La misma mancha, del mismo color, la misma forma.
Allí me di cuenta que era ella. Mi Helena. Me atraía tanto porque era ella.
Le pregunté cómo pasó eso, ella había muerto. Respondió que recuerda que estaba muy enferma, pero que luego tiene un lapso negro y que volvió a nacer. Exploramos todas las teorías posibles y dedujimos que reencarno en otra persona, posiblemente.
La besé.
Nuestro primer beso. Y tan esperado. Quería congelar ese momento para siempre. Fue soñado.
Y así llegamos al día de hoy. Casados y felices. Es el amor de mi vida y lo será por mil vidas más. Con esto me di cuenta que el destino existe y que si algo pasa tiene un motivo.
No cambio por nada todo lo vivido.

Martina Cuaino

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